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Una verdadera heroína de la Guerra del Pacífico

Por: Marcelo Mallea H.-

Era 1915 y los periódicos de la época contaban la grave enfermedad que sufría la señora Juana Alcaíno, viuda de Rejas, heroína de la Guerra del Pacífico, quien quedó completamente ciega a causa de la picada de un mosquito en Perú.

Tras largos y angustiantes meses, acompañando al Batallón Victoria, soportando intensos fríos durante la noche y largas y agotadoras jornadas de caminatas soleadas en pleno desierto, esta mujer volvió a su pueblo en medio de grandes vítores de muchedumbres que se agolpaban a través de la calle Prat, en un desfile que llegaba hasta la Plaza de Armas.

Pero eso sólo fue el comienzo de un largo periplo por la indiferencia y la pobreza absoluta en la cual vivió el resto de su vida.

El 25 de octubre de 1915, el Coronel de Ejército Manuel Moore, escribió una sentida carta al doctor Santiago Mac-Lean, contando las penurias y el desahucio social de esta ilustre ciudadana, conocida entre los soldados como “la madrecita”.
En la misiva, rogó considerar una mesada entre sus amigos y sus relaciones para “la pobre ciega” (según sus palabras), que residía en calle Eyzaguirre y San Alfonso, frente al antiguo Seminario.
La carta trataba de hacer un llamado de atención frente a la indolencia gubernamental, ya que…”esta buena y honrada mujer fue esposa del sargento del Batallón Victoria Roque Rejas, siguió a su marido en toda la campaña de Lima y se encontró en Chorrillos y Miraflores.
Desempeñó además el papel de cantinera, atendiendo a los enfermos en las marchas y en el campamento. En el campo de batalla secundó las tareas de la ambulancia, socorriendo a los heridos; y para con los moribundos hizo las funciones de una verdadera monja de caridad”.

Ésta es una descripción de primera fuente, extraída del Coronel cuando era oficial del mismo batallón y de la misma compañía.

Su modesta vivienda de adobe contrastaba con su excelsa y maternal figura, durmiendo en un mísero camastro de fierro, casi adosado a una pared de barro, teniendo como cobertores un par de mantas húmedas.
Acompañada de un niño-lázaro y portando una varilla de madera como bastón, era común verla mendigando para comprar el pan diario, amén del reconocimiento por Ley del Congreso Nacional, autorizada oficialmente por el Gobierno para marchar junto al regimiento, vistiendo uniforme y portando una cantina, pero abandonada a su suerte tras la hazaña.
Además, por si sus desgracias fueran pocas, Juanita debió lidiar con su hermano Hipólito, ciego de un ojo e incapacitado luego de caer desde gran altura.
Su voz temblorosa contó los devenires e incertidumbres, las que debió pasar en esas serranías, rodeada de muertos y heridos, los que clamaban su ayuda:
– “…viera usted señor, unos boqueaban, otros se quejaban, algunos habían muerto sobre su mismo yatagán. Roque llegó, el sol ya bajito. Como si nada le hubiera pasado. Le di un bocado de no sé qué. Su Compañía salió a las avanzadas. A la señora y a mí nos tocó dormir sobre unos cadáveres.
Yo lavaba las camisas ensangrentadas. Les vendaba para cubrirles la cara, paraba el yatagán en el suelo y formaba un toldo con el pañuelo, ¡cuidaba hasta a los prisioneros!” – decía la viejecita de pelo cano y rostro consumido, quejándose con justa razón de su indigencia, sin un peso para comprar abrigos y alimentos, a pesar que recibió un par de ayudas de la gente más modesta, por ejemplo, en una ocasión, un señor le dio unas monedas y con ellas alcanzó a vivir dos meses, otra señora reparó sus zapatos.
De su familia no mucho podía decir, apenas les alcanzaba para sobrevivir, como era el caso de su sobrina, viuda y con cuatro hijos.

En esta modesta y precaria vivienda pasó sus últimos días nuestra heroína de la Guerra del Pacífico

No obstante, su caso no era el único, sumado a la petición de los héroes de las guerras de la Independencia por una clemente suma dinero.
Y, para describir esta innoble situación, la Cantinera María Quiteria Ramírez, de 31 años de edad, oriunda de Illapel, dejó su testimonio en esta carta:
– “En el mes de Octubre de 1879 me embarqué para Antofagasta y el 14 del mismo mes, después de una entrevista con el valiente Comandante don Eleuterio Ramírez fui aceptada y me incorporé como primera Cantinera del Regimiento 2º de Línea. Poco después pasamos a la Toma de Pisagua.
En este lugar el Comandante Ramírez me expresó que tan luego como se pasase revista se determinaría el sueldo que me correspondía por la plaza que ocupaba en el Ejército, pero la revista no se llevó a efecto porque marchamos inmediatamente al campamento de Dolores. Después de ese Combate mi Regimiento marchó a batir las fuerzas peruanas a Tarapacá donde caí prisionera con algunos Soldados del Ejército.
Hice a pie la travesía de Tarapacá a Arica, prisionera del General Buendía; la toma de Arica por nuestros valientes soldados me dio la libertad, olvidé mis sufrimientos y volví a incorporarme en mi mismo Regimiento, el 2º de Línea.
Preparada la Expedición a Lima, nos embarcamos para Pisco y de ahí hice la travesía por tierra del Valle de Lurín, me encontré en el Combate de Chorrillos y en la sangrienta jornada de Miraflores entrando en seguida a Lima con el Ejército vencedor.
Regresé a Chile con parte del Ejército el día 14 de Marzo de 1881 y mi salud quebrantada por tantas fatigas me puso a las puertas de la muerte después de haber escapado a las balas; una horrible enfermedad del hígado y una fiebre terciana tenaz, habrían dado fin a mi vida si no hubiese hallado la mano caritativa de una comisión que daba auxilio a los heridos y que me atendió generosamente hasta ponerme fuera de peligro.
Vengo ahora señor en solicitud de los sueldos o recompensas en que puedo ser acreedora por los servicios que he prestado en el Ejército y suplico a US. pida informe a los Jefes de mi Regimiento que actualmente están en Santiago mi Coronel Don Miguel Arrate, mi Mayor Sr. don Pedro Nolasco del Canto.
Quedaré eternamente agradecida de cuanto se haga por mí, viviendo hoy día como vivo en la mayor indigencia.
Es Justicia. María Quiteria Ramírez”.
Como podemos apreciar, en las filas de ciudadanos y ciudadanas ilustres nada hizo conmover este acto de reparación y sacrificio.
Juanita falleció el 19 de junio de 1930 y desde 2010 sus restos descansan en la cripta de la Catedral de San Bernardo, junto al fundador de la ciudad, don Domingo Eyzaguirre y otros soldados que corrieron la misma suerte, entre ellos Joaquín Barrientos Contreras, Ismael Soto Islas, José Francisco Vargas, Juan Durán, José Luis Jeldres y José Eufasio González, eso sí, falta agregar a este listado a don Apolinario Cañon, fallecido en 1917 y que aún se encuentra en el Cementerio Parroquial de San Bernardo

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